Parece que si mueres en el territorio de la primera potencia mundial eres más importante para el resto del planeta tierra que si has muerto en los campos anegados por el huracán Sandy en el desgraciado país más pobre de las Américas.
Haití parece estar condenado eternamente a sufrir los males de las plagas apocalípticas. Siempre estará ahí como muestra testimonial de que no se puede ser más desgraciado.
El país con la menor renta per cápita de toda América, uno de los más pobres del mundo, al que llegan millones y millones de euros de la cooperación internacional, pero de los que no se sabe bien qué se hace, porque el resultado no se ve, es una nación desgraciada.
Terremotos devastadores, huracanes que lo arrasan todo y dejan una estela de muerte y destrucción de la que no da tiempo recuperarse, son el pan de cada día en aquella nación que hace doscientos años abrazó la bandera de la libertad, la vanguardia y el progreso económico, la abolición de la esclavitud, y que fue el faro que iluminó a grandes revoluciones como la encabezada por Simón Bolívar en la Gran Colombia colonial, o que inspiró a los burgueses dominicanos bajo el mando de José Núñez de Cáceres y les impulsó a proclamar la independencia de España en 1821.
La nación que siguió los pasos de las Trece Colonias Británicas y que se proclamó libre de toda dominación extranjera en 1804, ha perdido el rumbo. Y lo peor es que no sabemos en qué momento ocurrió, ni si lo encontrará algún día.
La antigua colonia francesa que alguna vez fue la más próspera de todo el Caribe Insular no es más que una nación destrozada por la desesperanza. Sus ciudadanos no conocen lo que son los servicios básicos de acceso a la salud, a la alimentación, a la educación. El nivel de desforestación en ese tercio de isla alcanza prácticamente el 100% de su territorio. Y no hacemos nada por ayudarles.
La gloriosa República de Toussaint Loverture, de Boyer, Petión, Dessalines, Herard, Souffrant y de otros grandes líderes del movimiento revolucionario de Las Américas, olvidados en los libros de historia universal, quizá por la negritud de la que hacían gala, hoy sigue ese camino desesperado por un túnel al que no se le ve la luz.
Estos días cuando Haití ha sido arrasada por el huracán Sandy los medios de comunicación de todo el mundo hacen mención anecdótica del suceso, a pesar de que allí hay más de medio centenar de fallecidos. El Caribe ha sufrido una vez más la embestida de la naturaleza y no se reseña con la importancia debida que en Jamaica, Cuba y en las otras Antillas las perdidas humanas han sido importantes y las materiales muy significativas.
El drama, la alarma y todos los focos se centran en aquella nación del "primer mundo" que se ve amenazada por un huracán que viene a arrasarlo todo. Nueva York, capital del mundo, se anega y se colapsa. Mueren personas, algo que siempre es triste, pero parece que sus vidas fueran más importantes que las de los que la perdieron en las inundaciones de Haití.
Seguimos en un mundo lleno de ciudadanos de primera y de segunda, por más que nuestros esfuerzos se centren en eliminar esas desigualdades. Me duele, sinceramente me parte el alma. El primer y el último mundo están extremadamente alejados. Es evidente. Pero siempre habrán hombres y mujeres que estarán dispuestos a alzar la voz, aunque no se les escuche o algunos se hagan los sordos.
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