Mucho se ha escrito y demasiado se ha hablado del fundador de la República Dominicana, Juan Pablo Duarte y Díez. La bibliografía sobre el urdidor de la conjura independentista es amplia y variada, y a pesar de eso la generalidad de las crónicas sobre el General Duarte son demasiado "ideales", poéticas, incluso divinas, cuando lo que realmente echamos en falta es conocer su parte más humana.
De la vida personal de Juan Pablo se ha escrito también bastante, más bien se ha especulado, porque nunca nos ha quedado del todo claro si en realidad Juan Pablo Duarte tuvo esposa (son conocidos sus amoríos con varías señoritas de la ciudad de Santo Domingo) o si dejó descendencia. La figura del Padre de la Patria ha sido endiosada de una manera tal que nos ha impedido conocer eso que también formó parte de su vida.
Indudablemente Juan Pablo Duarte es el ideólogo del movimiento independentista, que, dicho sea de paso, es conveniente aclarar confluyó y se alimentó de otros movimientos como el de los separatistas afrancesados, aglófonos, pro-ingleses o pro-hispanos y por los reformistas haitianos que buscaban derrocar al dictador Boyer y poner un gobierno nuevo para toda la isla, con mayores grados de representatividad política.
Duarte apoyó las aspiraciones reformistas que dieron con el nombramiento de Charles Herard como Presidente de la República de Haití (de la que la parte Este, hoy República Dominicana, formaba parte, aunque muchos historiadores se empeñen en borrar esa referencia de sus obras). Duarte era oficial del Ejército Haitiano; Duarte trabajaba a diario con separatistas y reformistas, por lo que es de suponer que el proyecto de independencia no salió de la nada. Se fraguó precisamente en las entrañas de esa convivencia con unos y con otros.
Lo que hizo triunfar la independencia fue el empeño de hombres como Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Matías Mella o Félix María Ruíz, "trinitarios" todos, que pudieron continuar con las negociaciones en secreto tras la partida de Duarte al exilio en 1843, perseguido por el Gobierno.
Duarte encendió la mecha, y los trinitarios continuaron avivándola hasta que el 27 de febrero de 1844 Sánchez elevó a los cielos por primera vez la bandera tricolor de la República Dominicana.
Volvió a la tierra amada y fue proclamado por el pueblo como Presidente de la República. Sin embargo, no aceptó la distinción hasta tanto no se celebraran elecciones en las que fuera elegido el mandatario por el voto ciudadano. Esta es una prueba de su gran conciencia democrática.
Los gobiernos que se sucedieron durante la Primera República no se portaron bien con él. Santana lo desterró a perpetuidad, y a continuación entregó el país a la Reina de España, Isabel II, quien mandó a ocuparlo inmediatamente. Pero los dominicanos pudieron con las huestes del gran ejército español desplegado en la isla, y vencieron.
Duarte volvió a estar allí, en las batallas del Cibao por la Restauración, al igual que estuvo en la Línea del Sur en los combates contra el ejército de Herard, tras el grandioso triunfo en la Batalla de Azua, el 19 de marzo de 1844. Pero volvieron a mandarle al extranjero, esta vez con la excusa de que sirviera a la Patria como representante ante los gobiernos de Sudamérica.
Era una ficha incómoda porque suscitaba simpatía en el pueblo. Por eso no era bueno tenerlo en el país. Por eso se deshicieron de él. Por eso lo sentenciaron a vivir exiliado en Venezuela, condenado al ostracismo, a morir fuera de su patria, enfermo, olvidado y en la más absoluta miseria.
Duarte es el ejemplo perfecto de la pureza y la entrega sin condiciones a una causa. Su causa fue conquistada, pero a lo que dio forma, junto a otros dominicanos y dominicanas, está siendo destrozado por segundos. Los males de la República Dominicana parecen eternos, y lo peor es que la clase política no ha aprendido ni uno sólo de los ejemplos que Juan Pablo dio.
Doscientos años desde su nacimiento, lo tenemos en el recuerdo. Hoy es día de júbilo porque nos queda todavía un hueco para la esperanza.
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