En ese primer momento ya había una gran reina gobernando una parte importante de la isla. La Cacica Anacaona, reina de Jaragua, esposa de Caonabo, el más aguerrido de los indios Caribe que habitaban la isla, Cacique de Maguana. Una reina que asumió el poder de uno de los cacicazgos más extensos, y que se hizo cargo también de reinar en la región de su esposo cuando éste ya no estuvo.
Según cuentan los cronistas, a diferencia de Caonabo, Anacaona era una gran estadista porque tenía una gran capacidad de dialogo. Negoció con los enviados de Nicolás de Ovando, encontrando la muerte en la hoguera después de haber ofrecido su hospitalidad a los visitantes y tras no haber claudicado a las pretensiones de los recién llegados. Murió luchando, murió haciendo política, intentando conseguir la armonía y cogiendo las armas hasta que fue reducida y asesinada.
Su legado de lucha, de mujer aguerrida queda en la memoria de los dominicanos y es una de esas primeras voces que se alzó contra la opresión del esclavista que no supo entender que los que allí estaban les tendía la mano sin desconfiar.
Su nieta Mencía, la que se casara con el gran Cacique Enriquillo, el último rey de Quisqueya, también se sumó a hacer política. Cuando las huestes españolas perseguían a su marido por la Sierra del Bahoruco donde el indio se había sublevado con los negros cimarrones que escapaban de los ingenios azucareros y las plantaciones de jengibre del sur de la isla, cuando finalmente firmaron la paz y se retiraron a Azua a poblar el último asentamiento de indios de toda la isla, cuando finalmente el indio Enriquillo encontró la muerte, la Cacica Mencía tomó el mando y se convirtió en la jefa de su pueblo.
Fue la última reina de Quisqueya, habiendo demostrado una gran altura política al gestionar el armisticio con los españoles, consiguiendo las mejores condiciones posibles para su gente, y haciendo que se respetara la decisión de la reina Isabel de Castilla, quien se negó a la esclavitud de la población autóctona y a las encomiendas.
Pero fueron las negras cimarronas quienes organizaron las nuevas sociedades en los manieles. Los hombres luchaban, ellas también luchaban por conquistar su libertad. Y consiguieron seguir siendo madres y dando hijos a la tierra que luego les daría la libertad.
Concepción Bona y María Trinidad Sánchez se encargaron de coser con sus propias manos la bandera tricolor de la nación que ondeó la noche en la que se proclamó la República. Fueron las primeras mujeres que se encontraron en las conspiraciones clandestinas de los republicanos contra las autoridades de Haití. Su contribución a la lucha armada fue determinante para que el secreto diera lugar a la realidad del nacimiento de la República en 1844.
Pero Juana Saltitopa dio un salto más importante, si cabe. Ella, al igual que hizo Doña Filomena en la Batalla del 19 de Marzo, en Azua, empuñó las armas y se lanzó a la lucha cuerpo a cuerpo en los campos de batalla de Santiago.
Mujeres que sacrificaron sus pretensiones por estar insertas en una sociedad patriarcal que las obligaba a quedarse en segundo plano, pero que consiguieron cambiar cuando Minerva Miarabal, a pesar de todas las trabas administrativas del régimen del dictador Trujillo, acompañadas de esa fijación perversa de “El Chivo” por la “mariposa”, entra en la facultad de Derecho de la Universidad de Santo Domingo. Fue la primera mujer en recibir el título de abogada en la República.
Sus inquietudes políticas la llevaron por un calvario de represión y persecución contante. Sus vínculos con el Movimiento 14 de Junio, que dirigía su esposo Manolo Tavares Justo, le valió la cárcel, los golpes, la presión contra su familia, y finalmente, junto a sus hermanas, Patria y María Teresa Miarabal, también activistas y políticas, encontró la muerte. Apaleadas y tirados sus cuerpos por un barranco. Ese fue el principio del fin del régimen.
Mujeres como Milagros Ortiz Bosch, primera Vicepresidenta de la historia dominicana. Una mujer que siempre ha estado en la política, nacida en una familia de políticos y que aún sigue activa en la dirección del Partido Revolucionario Dominicano.
Mujeres como Mercedes Gómez Herrat (mi abuela), represaliada, perseguida por su trabajo comunitario en las zonas deprimidas de Azua y siempre contraria a la explotación humana de los haitianos que trabajaban en las zonas azucareras de La Plena, y una de las pioneras de la Federación Dominicana de Mujeres Social Demócratas. Ella, en el propio patio de su casa, junto a otros seis compañeros, fundó, bajo un árbol frutal de naranjas, el Primer Comité de Base de la Región Sur del PRD, después de haber llegado del exilio tras la caída del régimen trujillista.
Mujeres como Peggy Cabral, expertas en política internacional y que es una de esas mujeres fuertes de nuestro partido. Altagracia Tavares, primera Presidenta de la Provincia de Santo Domingo por el PRD. Y además es un baluarte de la juventud dominicana, luchadora, que hizo parte de los movimientos estudiantiles en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y se incorporó a esa otra federación que es la Juventud Revolucionaria Dominicana, ése brazo potente que está llamado a hacer el relevo generacional que el PRD necesita.
O la líder comunitaria Mamá Tingó, negra luchadora por el derecho de los campesinos a su tierra, y que fuera asesinada durante los denominados “doce años”, una de las etapas políticas más funestas de la República, sólo comparable con los años de represión trujillista.